jueves, 23 de mayo de 2013

EMBELESADO



Salí exactamente a las 8:10 pm de la redacción.  La lluvia caprichosa marcaba el paso de los oficinistas presurosos. Un tráfico mediocre aminoraba el contratiempo del mal clima.

 Afuera  me encontré  al diseñador gráfico que intentaba sin éxito expandir su sombrilla.  Me preguntó a dónde iba y le respondí que a la parada del autobús.

Caminamos debajo del paraguas mientras pensaba en lo ridículos que nos veíamos. 


El autobús con dirección Chapultepec no apareció tan lleno como lo esperábamos. Pagué el pasaje de ambos e iniciamos una amena conversación sobre las compañeras de oficina. Seleccionamos a la más guapa y le dije que la única oportunidad posible de tener algo con alguna  sería en la fiesta de fin de año. 


Mientras recorría el pasillo del camión con la mirada, vislumbré a la mujer más hermosa que había yo visto en todo el día. Sus blondos cabellos ondulados rompieron con mi concentración y bloqueé el paso con mi guanga persona. Su mirada tan coqueta me cohibía, pese a que mantenía el diálogo con mi interlocutor. Los labios color sangre de aquella muchacha me parecían en extremo tan dominantes que cualquier mujer interesada en mí se hubiera puesto celosa al verme a su lado.  Ese remolino capilar  que iniciaba en su frente y caía graciosamente hacia la izquierda me tenían embelesado. Los lentes rosas le daban un aire Condesa o Roma. Su compañera de asiento parecía como muerta a su lado, como una especie de vacío.


El diseñador se despidió en la estación Auditorio y yo me senté una fila adelante. Esperé para mirar de reojo si ella también descendió, pero permanecía en el autobús.  Comienzo a preguntrarme cómo sería si tuviera una oportunidad con una chica así, tan hermosa, capaz de hacerme olvidar por un momento mis desgracias, mis tormentos con una mirada.  Miro a través del cristal empañado y le pido a dios una oportunidad para conversar con ella o lo que sea, un tropiezo, cambio para el próximo autobús,  si me molesta la música.

Por alguna razón no quise colocarme los audífonos, pensaba en ella y me latía el corazón como si estuviera a punto de besarla o poco menos. Ya sé que es una tontería decirlo de esa forma, pero así  parecía. Estaba agitadísimo.

Chapultepec es nuestro pequeña central de abastos en que perderse resulta la opción más sencilla. Los puestos, aquellas bifurcaciones laberínticas del comercio informal borraron cualquier posibilidad remota de verla por última vez y entre esas murallas del fierro oxidado, modifiqué mi ruta habitual hacia el siguiente autobús con destino a casa.

Encontrábame solo, bajo la lluvia menos poética que pueda  describir, salvo insípida y tolerable, cuando me entraron unas ganas horribles por cantar; comencé  sin miedo a ser escuchado, a desafinar o algo parecido. Miré hacia atrás para contemplar el avance de la construcción de las oficinas de portentoso banco español. Para mi sorpresa, aquella muchacha del autobús intenta infructuosamente cruzar la barda entre las rejas llenas de orificios por donde yo tan cotidianamente atravieso. 

Me callé de inmediato.

Se acercó y se formó justo detrás de mí. Yo me tocaba el cabello, registraba mi cara en busca de algún moco, alguna mancha de comida que pude adquirir en el camino sin darme cuenta. Tocaba mi nariz discretamente. Estaba hecho un lío.  Arreglé el cuello de mi camisa y traté estúpidamente de colocar mis audífonos.

Al verme, ella sonrío.  Su cabello se veía aún mejor desde la cercanía. Llegué a pensar que me siguió porque desde que nos vimos,  sintió la misma impresión sobre mí que yo tuve de ella. Burdo.

Sin saber por qué, me toca la mano. Retiro los audífonos de mis oídos y le pregunto ¿Qué pasa? ella se ríe y me ofrece otra disculpa, no sabe por qué lo hizo tampoco y se justifica porque pensó que había un señor detrás de ella. Mi corazón cercano al colapso,  emite una mueca absurda que trato de configurar como una sonrisa mientras mi aparato fónico lo traduce con unos ja ja jas tan tontos que me provocan una risa verdadera.


Entre la distancia de la parada y el autobus ella y yo reímos como niños; continua repitiendo que lo lamenta y yo sigo preguntando qué fue lo que pasó.  Subimos al autobús y ella me ofrece de nuevo una  disculpa y  observo sus dientes pequeños y su piel perlada, tan suave como sólo se imagina uno en sueños.

Toma asiento y nos reímos por última vez. Si no fuera por esa sonrisa nerviosa, que pulveriza mi confianza,   mis oportunidades de emitir tan siquiera un graznido, un aullido se habrían materializado. Ella retira los lentes de su rostro y por fin la contemplo con todo su esplendor, me rompe  hasta la última fibra de movilidad que pudiera esconderse en mi cuerpo. Miro sus zapatillas rosadas, como sidra. En los muslos reposa su bolso y otros pequeños maletines que advierten recipientes de comida. Casi le pregunto si trabaja en la misma zona que yo. Quería preguntarle si también venía del corporativo X o Y o Z hasta que me dijera cualquier cosa, pero sigo como mordido por una cobra.

Me reprocho en tiempo real mi cobardía. 

El tráfico es indecible  y ella consulta su teléfono inteligente. Avanzamos lento y la oportunidad se desdibuja con cada metro que gana el camión.  

Desciende una estación antes del casco de Santo Tomás sobre Circuito Interior y casi hago lo mismo , pero tal vez la mataría de un susto, aunque después me digo que sería como continuar lo que ella empezó.

Todavía veo en mi mente  cómo cruza la avenida  y se pierde entre la sombra del puente vehicular.

El camino a casa es tan doloroso que mi imaginación se mantuvo en blanco hasta el descenso.

Ya en casa, escribo esto, con un plan bajo la manga que ejecutaré cada noche a partir de hoy.



Se dice fácil

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