martes, 26 de julio de 2016

MARATÓN ARTIFICIAL

Te la comes toda.

El padre agoniza. Su nieta, su nieto florecen con el encanto de una prostituta inexperta, pero enferma. Me acosan a cada instante. Pronto voy a ignorarlos, me repito en las noches.

Un loto se marchita gracias a la creencia ciega, necia. Autonomía. Cuánta soledad acarrea. Con razón nadie renuncia.

Pido a los flautistas un Réquiem para la modestia. El silencio como refugio. El lenguaje tampoco va a salvarnos.

Contradicción es una palabra maravillosa: resume.Y no hay nada más maravilloso que lo maravilloso.

Un momento para percibir la frescura del mundo. No el viento, ni su soplo o el frío que lo acompaña, sino la frescura que está afuera, entre el chapopote seco, las ratas muertas y los cables enredados, donde el código binario no la alcanza.

El pensamiento y los sentidos pueden sustituirse con electricidad: ese es el gran negocio del siglo XXI.

domingo, 17 de julio de 2016

ODA AL DESENCANTO

Pensar es una lucha; prefieres descansar
Aceptas horarios, qué utopía respirar
Veo edificios que hospedan angustias
Donde las deudas son horribles bestias

Un amor rancio se esconde temeroso
Su sombra baila detrás de la puerta
Con tristes tropiezos viste presuroso
Mientras espero el dolor desconcierta

Mundos artificiales dominan mi tiempo
Su progreso ensucia al pobre viento
Otros universos, triste, hoy persigo
Mañana me largo, no vengan conmigo

Entre monedas, mi tiempo es un ocaso,
Si acaso dudas, vive y elige el fracaso,
Anoto estas pesadillas mientras trabajo,
¿Acaso hay opción cuando vienes de abajo?

martes, 16 de febrero de 2016

PELEA EN EL AURRERA


Pensaba decirle al policía de la entrada que no iba a robarme nada. No imaginaba que, esta vez, mi mochila sería la última de sus preocupaciones.

Lo primero que vi fue el picudeo entre un cliente y el policía del Aurrera. Después vino un patadón directo a la espinilla del puerco. En respuesta, una persecución de tres metros entre dos elementos de seguridad, el gerente y el agresor, que usaba una camiseta gris bien percudida y sin mangas. Pero este sin-mangas, moreno como la moronga, no iba solo.

El torbellino de puñetazos entre sus tres compas y el resto de los policías llegaron hasta el interior del recinto, ubicado en la esquina del eje central con avenida Baja California, en la colonia Buenos Aires.
La mujer del sin-mangas, igual de flaca que su enemigo policía, entró a escena y también repartió pierrotazos: estaba enloquecida. Una venus policía contestó con otro chingadazo a la señora.

De nuevo salieron corriendo, perseguidos por el porky, que no pasaba de 30 años. Éste corría sujetando su pistola al cinturón. Lucía pálido y flaco. Gel xiomara: pelos tiesos, pero con casquete corto. Entonces algo rodó por las escaleras. No quise ver qué era; nomás escuché los putacitos del objeto que rebotaba con los escalones. Entré al Aurrera. Me coloqué detrás de un muro de concreto que se veía grueso y, bien puto, me volteé. Sólo faltó que cerrara los ojos.

Los gritos de «yastuvo» se oían como si vinieran de adentro. Como un niño que mira por la rayita de la puerta al cuarto de sus papás cuando están peleando, así me asomé para ver al sin-mangas detrás de cristal de la entrada. Tenía los puños a la altura de su cara, moviéndose como si fuera Balrog de street fighter, con la expresión de un pitbull a punto de morder y repitiéndole al escuálido elemento de seguridad: «usté y yo solos, puto. A una voz».

Al policía bancario se le cayó su radio. Lo que yo no vi fue su intento por levantarlo. Miraba con la quijada tensa, mientras pedía apoyo a través del aparato. Lanzaba insultos que parecían de chocolate, nomás por no verse aún más asustado. La mujer policía tenía agallas y hasta empujaba a los residentes de la Buenos Aires, mientras el joven elemento iba detrás de ella a ver si así se amedrentaban más.

— ¡Háblale a la banda; vas a valer verga! — gritó el don ruco a su señora y al poli.

Quienes hayan crecido en un barrio popular sabrán casi de antemano que echar montón es el sello de distinción en esos lares, pero que hay, como se suele decir, mucho «pajaro nalgón». Por lo que:
A) El policía sabía que, efectivamente, la banda volvería para darle la putiza de su vida.
B) No pasaría nada incluso si se volvían a  encontrar.
C) Le da un plomazo y ahí terminaría el asunto.

Pero el asunto se calentó cuando los comerciantes informales se solidarizaron con el sin-mangas, a quien parecía que conocían de años. Los que vendían aguacates y la doña de los elotes nomás gritaban y empujaban, pero con eso bastaba para superar en número al h. cuerpo de policías privados.

Entonces descontaron al policía que intentaba apaciguar el pedo. Un hilo de sangre descendía por su cara. La pistola seguía en la funda. Y los refuerzos brillaban por su ausencia.

Mi mejor amigo, el Eder, se enojaría conmigo por la empatía con el joven policía, pero hasta él, un anarquista filosófico de corazón, hubiera sentido lástima si hubiera advertido, como yo, la potencial verguiza que merodeaba al tira. No tenía carne para echar al asador. Se veía trabado, pero por la frustración ante un trabajo duro y que probablemente odiaba. El sin-mangas y él podrían ser vecinos.
El hambre es culera. Diría el Eder: pero es peor si te empinas.

Nadie entraba o salía. Sin contar a los involucrados, los clientes ni por error abandonaban su posición. Más dueño de la situación, me puse en primera fila.

Amenazas como pelotas de tenis  pasaban entre los espectadores, que fingían separar indistintamente, pero sin comprometerse. Cosa rara en este país.

Uno de los agresores lanzó una patada para romper, sin éxito, la puerta de cristal. Pensé en el dos de octubre y en mi profesor del Reforma.

—Orita vas a ver qué pedo, culero.
—Pide apoyo —decía, resignado, el policía que sangraba a su compañero—.

La temperatura descendió cuando se escuchó una sirena. El sin-mangas y compañía se fueron, pero gritando: «vas a mamar».

El gerente, canoso y sin un rasguño, decía: «de todos modos pídele el apoyo a central, por si regresan».

Los clientes salieron o entraron, pero sólo los policías se quedaron justo en la entrada, mirando la calle llena de puestos. Los comerciantes se reían. Otro día, otro dólar.

Adentro del Aurrera, una señora trató de hacerle una recomendación al gerente.

— Usted no me va a decir cómo tengo que hacer mi trabajo, señora. Usted dedíquese a comprar.

P.D: La fotografía corresponde al lugar de los hechos.

domingo, 30 de agosto de 2015

UN PASEO ANTES DE LA LLUVIA

Ayer vi al asesino en mí mientras jugaba con M. Ella se reía, pero me dio un golpe que fue claro: estaba lastimándola. Sentí un terror que no había sentido en mucho tiempo, era la capacidad de hacer daño, de lastimar que se presentaba como un familiar lejano. Mis disculpas fueron en vano, sufrí un par de horas y nada de lo que hice me quitó esa sensación tan fastidiosa. Ella, tan buena, me perdonó de inmediato, mientras nos preguntábamos por qué se había reído si le hacía daño. A lo mejor nos sorprendía que hubiera algo de gracia en sentir dolor.

Mientras camino por esta calle que atestiguó el asesinato de un fotoperiodista, pienso en cómo habrán ocurrido los hechos, sin el tinte cursi de académicos y otros periodistas más románticos y menos realistas, en el sentido más ruso de la expresión. Pero lo que más me dobla, me preocupa, es nuestra noción del bien y el mal. Sólo nos importa el sufrimiento de los buenas personas. Los malos merecen nada más que nuestro odio, y el del profundo. Nos desembarazamos de cualquier responsabilidad, de cualquier signo de empatía porque, en el fondo, fueron ellos quienes no se esforzaron lo suficiente en su nobleza y honradez. Primero me pregunté por las verdaderas razones. Existía la oposibilidad de una injusticia, pero esto no era una película con personajes obvios. Las explicaciones cortas siempre las he detestado: son las más fáciles de tragar,  pero las que más gustan. A veces no quiero ser así de ingenuo.

Los vecinos de la Narvarte hacen de todo: se pavonean afuera de los apartamentos recién construidos, pero sin una pizca de pasión por la arquitectura, pues confunden lo nuevo con lo hermoso. Si uno tiene la suerte de mirarlos, ellos te hacen saber con la mirada que no solo viven allí, sino que pertenecen. Otros más van en bicicleta, con trajes como de buzo sin aletas, entallados,  con el deporte como estandarte, pero solo en domingo, pues el lunes los espera su automóvil, su confidente, su deuda a 24 meses, su inequívoco símbolo de estatus y progreso. Los ciudadanos sustentables son peores. Perros, ciclofilia, comida orgánica. Milenarios. Un mundo mejor. Parece que el siglo XX solo sirve para reírse de él. Odio a los emprendedores.  También me odio a ratos. Pero más cuando hablo de jóvenes entusiastas del dinero, hipócritas. A veces me imagino un cuento demoledor contra ellos. Te enfrentas a gente sin escrúpulos, cristianos muy devotos, pero adictos a la ganancia. Hijos de la rentabilidad.

Una taquería llena de rubios. Pienso en Chava Flores. También en si realmente quiero ese sushi. Trato de imaginarme como si fuera un extraño. Mi apariencia, ¿será la adecuada para comprar sushi? ¿Qué pensaría de mí si fuera otra persona?  ¿Me agradaría?  Henry Miller se pregunta en el Trópico de Capricornio: ¿se hablará la gente como yo lo hago?, ¿por qué tiene usted la vida que lleva?
De niño me obligaron a entender el mundo de dos formas: la religiosa y la cívica. La primera es la utopía si la diñes y te portaste bien, pero para eso faltaba mucho y a ninguno de mis padres se les ocurrió que el infierno estaba sobre la tierra, si tal lugar existía. La segunda, aún más malévola, consistía en obligarte a portarte bien, aunque a todas luces nadie lo hiciera. Fraudes, violaciones, guerra, especulación eran, y siguen siendo, según la neolengua milenaria, trending topics. Pero a nadie le importa demasiado, mientras tengan una casa, un actualizado teléfono móvil —con el que ya nadie habla— dinero los viernes y alguien a quien necesitar en caso de sentirse solo.

Estrés es una palabra que nació de un error de traducción, pero el síntoma existe. El desgaste nervioso nos aqueja por múltiples flancos que se manifiestan, incluso, en domingo: un arrimón accidental hizo que un señor en el trolebus me mirase con asco homófobo. Una señora decide no sentarse. Don ruco hace hasta lo imposible por ceder el asiento antes que dejarme sentar. Le doy la oportunidad de que me lo ganen, pero a nadie le interesa sentarse a su lado, así que lo tomo. Me observa de reojo, pero alerta, como esperando a que me baje la bermuda deportiva, saque mi verga, le dé vueltas como rehilete o intente pasársela por la boca como si fuera un lápiz labial. Al tocar el botón de descenso, el chofer me gritó que lo dejara llegar a la parada. Luego, un pequeñoburgués  se forma con 12 artículos en la fila de 10 o menos, ignora la advertencia de la cajera y arroja con molestia los dos restantes cuando le señalan su alevosía.  Con los  primeros  sonrío, pero al tercero lo aborrezco. Quiero destruirlo, aunque sea con palabras. De nuevo el asesino. Cálmate. Reírme de su calva por lo menos. Azotarlo contra la banda deslizadora de artículos. Obligarlo a disculparse con la amable cajera que solo hace su trabajo en una multinacional que le rompe el espíritu a cualquiera. En su lugar, lo miro con desprecio, pero no alza la mirada, sabe que ha actuado como un imbécil, o eso pienso mientras salgo del establecimiento.

La palabra civilización carece de sentido para mí. Veo los muros de cemento. Eso sí: un montón de plantas moradas —muy naturales, según ellos— estratégicamente colocadas en las jardineras. Ninguna de sus ventanas es digna de la calle, ni del peatón común. Su perfume, miedo al despojo. El hogar como fortaleza. Ya no sé en qué creer: la inteligencia fue superada; el coraje, domado; la frustación, apaciguada. Pero aún tenemos el entretenimiento.

Los pájaros se esconden entre los árboles. La frescura del viento anuncia la tormenta, con su ejército de relámpagos y gotas listo para atacar.

Altos y risueños se aproximan. Perros encadenados y entrenados los acompañan. ¿Y a mí qué me importa si un par de argentos con perros exóticos, se hacen ricos en mi país solo por su altura y color de piel? yo no soy el dueño de este lugar, ni siquiera tengo el potencial para serlo. Quizá lo que me parece insoportable es que no acepto al mundo tal como es.

jueves, 6 de noviembre de 2014

COMO SI FUERA UN CHARCO

Aún pienso que mi problema con la sociedad se basa en el profundo nivel de desorganización que domina mi existencia, además de esta incapacidad de estrechar mi vida en una sola dirección.

El crimen del que se me acusa, como a mi maestro,  ha sido pertenecer a un tiempo que todavía no existe, pero que, contra toda estadística,  llegará. Hoy, a dos días de mi cumpleaños,  me declaro culpable.

(Prometo una entrada que haga honor al nombre de este blog, así que no desesperes y continua leyendo, que ya casi acabo).

Hacer planes es masturbarse con el tiempo. Vivo en un mundo de citas y agendas en el que suspender los compromisos está prohibido.

No veo por qué mentir sea algo reprobable —siempre que no lastimes a tus amigos— si hacerlo significa disfrutar de un momento alegre o de santa paz.

Con el trabajo, acarreas a tu vida un montón de misiles teledirigidos para volar en miles de pedazos ese delgado cristal que llamamos paciencia. Y si juntas el valor suficiente para renunciar a una vida de escritorio, rica en halitosis vecinas y frustraciones cancerígenas, te vuelves un forastero miserable  de la peor calaña que está en contra de lo que marca el taximetro de la vida.

La nota amarga de esta melodía suena ante la sensación de que las personas están completamente solas en el universo, pues cuando más deseas pasar uno de esos instantes con ellos, por los que, según tus ingenuos sueños y mentiras interiores, vale la pena abandonar la nave del progreso y  estabilidad ecónomica, descubres que sus pendientes son eternos y están encadenados sin remedio. No pueden hacer nada. Ojalá les hubiera avisado antes. Con dos semanas de anticipación. Mejor lo dejamos para después. La próxima semana. Está bien. No te preocupes.

Quisiera evitar mi cumpleaños. Anularlo. Brincarlo como si fuera un charco.  Rodear esta fastidiosa fecha como a una varilla que sale del concreto.  Cada año me prometo superar la cuestión y finjo que no me importa. Que los dos años consecutivos que pasé enfermo fueron una casualidad. O el año en que mamá me dio cinturonazos por sentirme inmune a su autoridad, ya no importan. Quisiera cortar el ancla con el 8 de noviembre, pero me persigue como un perro de la calle.

Sé que los cumpleaños son una artimaña más de la mercadotecnia, un dato más para el gobierno y un pretexto para que la hipocresía fluya.  Pero aún así algo en mí desea pasarla bien.

El año pasado fue casi mágico. En el trabajo olvidaron pegar el cartel con los cumpleaños de noviembre. Cuando llegó el día, los compañeros me invitaron a comer con ellos. Creí que después me sorprenderían con un pastel al final de la comilona, pero no. En su lugar llegó la cuenta, di mi parte y hasta dejé propina.

Ya viene el sentimiento de culpa; más tarde publicaré esto y quizá vendrán comentarios. Con lo que detesto las palabras de aliento cuando me siento miserable. Deja que me arrastre un poco en este fango, que ni es sufrimiento, pues si a algo se parece,  es a un berrinche.

No, no es eso, es el duelo por saber —y aceptar— que las personas que quiero, no estarán conmigo en el maldito día del año en que, con todo mi corazón, deseo estar con ellas.

lunes, 20 de octubre de 2014

EL CORTE

Fui al norte de la ciudad para cortarme el cabello, un sábado gris-rata de octubre.

Salí con tanta prisa del apartamento que olvidé mi billetera; M. tuvo que bajar desde el octavo piso del edificio Chile a entregármela. Estaba ocupada en su proyecto de fabricación de muebles para recién casados –Dios, líbrame de todo mal– al que no atendía desde hace dos semanas, cuando la telefoneé desde Copilco. Mi solicitud, que rompía con la santa paz de su ritmo de trabajo, no fue recibida con entusiasmo. Además, había interrumpido su concentración toda la tarde con mis sesiones de flauta recién incorporadas a mi rutina de fin de semana. Como sea, agradecí de corazón que accediera a llevarme el encargo hasta la puerta del edificio. Cuando la cartera estuvo en mi bolsillo trasero, besé a M. y me puse en marcha otra vez.
Caminé por la pequeña Brasilia hacia avenida universidad, entre una lluvia ligera, pero con potencial suficiente para que desenfundara mi sombrilla. El recordatorio de que tenía menos de una hora para cruzar el Distrito Federal latía con fuerza en mi mente, pero esa clase de emoción, aunque superficial, me alegraba esa tarde fresca y poco productiva.
Debo decir que desde pequeño odié el norte de la ciudad, en especial mi colonia, minada con ladrones de poca monta, desempleados dedicados al comercio informal o que revenden a mayor precio los objetos que roban sus amigos rufianes. También están los oficinistas que pasan por las calles diciendo «buenas noches» con más miedo que ganas a cada grupo de malandrines que ocupa las esquinas de la joya. Aun así, la gastronomía y este asunto tan molesto de cortarse el cabello aún me atan a la delegación Gustavo A. Madero.
Aunque no iría a mi colonia, la ruta a la peluquería (que se autodenomina «estética» ve tú a saber por qué) es casi la misma, así que entré al metro M.A. de Quevedo con dirección a Indios Verdes. Mientras bajaba por las escaleras eléctricas, recordé que mi pase de acceso también lo había olvidado en casa. Pero ya no volvería por él o M. me lincharía como en Tláhuac. Entonces compré dos boletos y me olvidé del asunto
El viaje de ida lo ocupé pensando en Esmé y Seymour. La idea de que si el mayor de hermanos los Glass hubiera estado en la caferería de Devon aquella tarde de abril de 1944, en lugar del sargento X, probablemente habría conservado sus facultades intactas, me angustiaba. Lo digo porque detesto a Sybil y Muriel. Par de nulas. Mira que ignorar a alguien sumamente deprimido es una cosa inhumana. Quizá tampoco iban a sanarlo consternándose, pero podrían haberlo hecho mejor. En serio.
Como iba diciendo, me encontraba en una de esas discusiones internas que no llevan a ninguna parte, cuando nos pidieron amablemente que abandonáramos el vagón. Al principio pensé que se trataba de una pelea, pero ante los rostros de los policías y personal del metro dando manotazos al aire e ignorando a los usuarios, supuse que estábamos bajo amenaza de bomba o algún suicida que se había convertido en tinga. 
Miré el reloj y todavía contaba con 10 minutos para llegar a la cita con Grace. Ella es mi peluquera. No ha sido la única, pero sí a la que reservo mi confianza en esa materia.
Esta es la parte vergonzosa del relato.
A los 12 años, mi voluntad vivía subordinada al criterio de mamá. Si partimos de que el familiar que consideran más atractivo le apodan «el chino»,  cualquier variación de tu cabello ajena a esa categoría significaba poco menos que deshonor para la familia. Como cualquier niño lacio de los Hidalgo –«pelos de chayote, tuna y elote» solían decir–  experimenté  el ritual de la base.  Conocida en otras latitudes como ondulado químico o permanente,  la idea de transformar la dirección de mis folículos era, en aquella época, la prioridad de mi progenitora, pues quienes nos conocieron en tiempos donde yo apenas comenzaba a familiarizarme con el lenguaje y la memoria, han asegurado que mamá esperaba de mí, y como más tarde corroboré, un soldado de alto rango, instruido en las artes de los modales, el orden y la disciplina. Una especie de manual del buen vivir para niños. Por ello y contra los suburbios-expectativa edificados por ella y que yo le destruí, como un tornado,  citatorio tras citatorio escolar,  mi madre sólo pudo aferrarse a la parte más inmediata de sus pretensiones.  
Entonces fuimos a la casa de Erika Suzuki, conocida sólo como Suzuki o «la Suka». 
Suzuki fue compañera de secundaria de una prima, que también era mi vecina y, para enrederar más las cosas, también se llamaba Erika. Suzuki se embarazó a los 15 años. Cuando la conocí tenía 19. La fama de Suzuki en mi familia, que era gigantesca y atraía a mis familiares varones, incluso a los más distantes de la zona metropolitana, nunca consistió en sus habilidades con la tijera y el peine.
Para mí, visitar la casa-peluquería de Suzuki significaba entrar a otra dimensión. Primero porque te cortaba el cabello afuera de su habitación y podías observar –casi recorrer– su cama sin tender. Ropas sobre el suelo, secadoras y maquillaje regados como confeti por todo el cuarto.  Pero antes debías subir por unas escaleras hechas con solera que tenían forma de caracol y que llegaban hasta el segundo piso,  y mientras ascendías,  sus caderas se balanceaban a medio metro de tu cara. Nunca me atreví a dar un paso en su habitación, pero en mi mente saltaba sobre su cama, me restregaba contra las sábanas y revisaba cada cajón, cada cesto que vi con su ropa sucia. Los cortes que hacía eran nada comparados con la forma en que recorría con sus uñas tu cuero cabelludo. Además te envolvía con su olor y cualquier error simétrico en tu corte se compensaba con los acercamientos de su zona genital a tus hombros. Recuerdo una ocasión en que, mientras me arrimaba la panocha, su movimiento generó una descarga eléctrica que hizo saltar a mi hombro. 
– Me diste toques.
– Sí, ¿verdad?, ja,ja.

 Cada vez que pasaba por su casa, evocaba la curva de sus glúteos encapsulados en esa segunda piel de  mallones carmín.  En lo que a su  cintura se refiere,  era tan estrecha que me resultaba imposible aceptar que un feto habitó y creció durante nueve meses ese espacio eléctrico. Aquellas curvas volví a verlas en mis clases de geometría analítica.  Las hipérboles y parábolas del pizarrón sólo podía entenderlas como ejemplos de su vientre y caderas.
Mi prima decía que la Suka era «bien piruja», pero nunca recibí una sola insinuación de su parte, con excepción de la vez en que, tras cortarme el cabello, se mostró  más amable de lo normal, con bromas sobre lo guapo que lucía aquella tarde de 2003 –habituales en ella y que me desilusionaban por su emisión incluso enfrente de mi madre–. Me sujetó con fuerza  en la oscuridad de su cochera mientras caminábamos a la puerta. 
— ¿Quieres ser mi novio?
— No bromees así, Suzuki.
— En serio. Dame un beso.
— ¡Cómo crees!
— Ven, acércate más y dame un beso.
— Tengo que irme.
— Conste que no quisiste.

A partir de ese día, descubrí en mí el  inútil don de resistir a los encantos de las mujeres que me gustan. Aquella maldición me ha perseguido como una sombra por años, en momentos donde  mataría por ser otra persona,  con tal de entregarme al placer, como se suele decir.

Suzuki no me soltó de inmediato, me dio la impresión de que quería dominarme –psicológicamente y dentro de mi pantalón, era una batalla en su bolsillo–. Se limitó a besar mi mejilla y después, como pude, tanteé la lámina hasta que encontré la cerradura,  abrí la puerta contra la que me tenía arrinconado y logré zafarme. La miré y dije adiós con la mano. Ella se reía y respondió cerrando su mano hasta formar un puño. Caminé a casa y lo primero que hice fue dirigirme al baño, asegurar la puerta y evocar lo sucedido.

Suzuki tenía instrucciones de ejecutar la base un jueves de septiembre de 2001. Platicamos sobre lo innecesario que eran los chinos en mi cabeza y apoyó en todo momento mi disgusto por lo que a continuación sucedería. Pero la orden estaba en la mesa y mi futuro decidido. Como premio de consolación, mamá  dejó que faltara el viernes a la escuela para aclimatarme psicológicamente y pudiera luchar más fácilmente con las suspicacias que me esperarían en el salón de clases. Y vaya sí usé mi tiempo. Dediqué el día entero a suavizar los rizos cerrados del permanente. Pero todo fue en vano. No hubo gel, cepillo ni secadora capaz de devolverme algo de lo perdido.

Mi familia no escatimó bromas. Recuerdo una que se volvió la favorita: «pelos de verija». Mamá decía que no hiciera caso. Mi padre estaba furioso, pues sabía las implicaciones sociales que tendría en la escuela. Y entonces 
mamá tuvo una plática conmigo para que desestimara cualquier comentario venidero, pues aquellos «pendejos no te darán de comer».

En todo eso pensaba mientras esperaba el siguiente vagón.

En 2006, Suzuki se fue a Canadá con su hijo y forjó, al lado de su nueva pareja, un imperio de mariachis y danzantes folclóricos al norte de Quebec. Entonces apareció «el Tom».  Eder fue quien me presentó a este supuesto As de la simetría capilar. Todos mis amigos iban con él, después de que Polo, el gran estilista ( se ofendía si le decías peluquero) de la joya, cerrara su local sin explicación ni pista alguna de su posible paradero. Fue un golpe anímico para Eder-saico-trancero-astral. Pero eso no corresponde a esta historia.

La decoración era responsabilidad absoluta de Tomás. El yeso, la pedrería y el color dorado eran sus armas predilectas. Estrellas tristes y lunas cortadas por un pulso inseguro,  decoraban el techo con márgenes hechos de piedras que simulaban turquesas, esmeraldas y perlas. Pese a la popularidad del Tom entre mis amigos y yo, patinadores todos, no éramos los únicos jóvenes que visitaban el negocio. 

Los primeros tiempos del local de Tom estuvieron compuestos por una decoración más bien modesta, con  espejos rectangulares del tamaño de una pared. Sus muros eran de color negro que alternaban con uno azul que daba al patio trasero. Había un montón de revistas, además de una computadora que podías usar mientras esperabas tu turno en la silla.
Tom siempre fue rubio. A veces más rubio de lo habitual, pero jamás lo vi con su color natural. Un par de tatuajes decoraban sus brazos, su panza correspondía a los 45 años que tenía y durante los que perdió algunos dientes que Tom parecía extrañar poco cuando sonreía.
Sus clientes eran de índole heterodoxa, aunque con una marcada inclinación por jóvenes  varones que han tenido muchos nombres en la taxonomía sociológica de los habitantes de la ciudad, que todos identifican y de los que con frecuencia huyen: chacas, ñeros, tepiteños, vergueros, monquiquis etcétera.

Con los años, la peluquería de Tom se volvió un oasis para estos personajes sin acceso a Internet y hacía cada vez más hostiles los lapsos entre ellos y nosotros, por lo que, uno a uno, mis amigos dejaron de frecuentar su local. Eder resistió poco y yo continué como su cliente infrecuente, pues los domingos casi no había nadie, pero cerraba temprano. 
Para entonces, la decoración de Tom era una especie de casa de chocolate como  de la bruja de Hansel y Gretel. Era como si hubiera sometido los muros de su local  a cirugía plástica. Ahora había cuatro computadoras que los jóvenes pandilleros usaban. Pero como me tocó vivir la metamorfosis mes con mes, había perdido el interés en descubrir el mundo mágico de Tom. Eder fue quien me devolvió la capacidad de asombro cuando una tarde me acompañó y se la pasó inspeccionando y preguntándole a Tom cómo había construido todo aquello. 
Aunque mejor peluquero que Suzuki, Tom era, en esencia, un celoso. Si te cortaba el cabello de una forma y regresabas con otro corte, de inmediato lo sabía. No decía nada. Mantenía las apariencias y cuando terminaba, veías apenas un segundo tu cabeza en el espejo trasero. Cuando llegabas a casa todos notaban el desfiguro que llevabas en la nuca.
Aquello desgastó mis ánimos. Dije adiós a sus tijeras y clientes tan excéntricos como los muros de Tom.
También pasé por las manos de mis tías.maternas, Claudia y Lourdes. Pero fueron tan desastrosos aquellos episodios que, si repetí la dosis, fue por mera emergencia en mi bolsillo.

El tren llegó. De antemano sabía que tomaría taxi al salir de la estación. Cuando llegué a Potrero, el lugar hacía honor a su nombre. Fango por todos lados. Pisé un par de charcos que incomodaron a la chica que caminaba junto a mí, mientras cruzaba la calle. Un sitio de taxis en la esquina me evitó la pena de estirar la mano. La calle era victoria y el taxista se fue por Necaxa. Reconocí una taquería a la que papá solía llevarme y prometí pasar a probar uno o quizá cuatro.

 Llegué 10 minutos tarde con Grace, quien dormía en su asiento. Pasé a la caja y anticipé mi pago. Un tipo flaco se acercó a donde estaba sentado y me dijo que iríamos  a lavarme el cabello. Me puso una ridícula bata negra y me sentó en un lavabo para cabeza y trató en vano de relajarmw con su masaje. M. ha dicho que tengo miedo de disfrutar el masaje si proviene de un homosexual. Cosa que me ofende, pues sólo detesto el ritual de vanidad por el que tengo que pasar para obtener un corte se cabello.

Grace no sabe nada sobre mí, excepto que estudio y trabajo.  Nunca me recomienda nada. Tampoco es celosa. A diferencia del resto de las peluqueras en «Estilissimo»,  no espera propina, ni me ofrece algo de beber. Sé que me recuerda por la forma en que me pregunta que cómo he estado. Conversamos sobre lo que quiero para la ocasión, mientras formulo la misma pregunta de cada dos meses: ¿tú cómo ves?

Usa uñas de gel que me ponen la piel de gallina cada vez que  pasa su mano por mi cabeza, pero esto sólo ocurre dos o tres veces durante el corte. Quizá le doy asco o simplemente prefiere pasarme el peine. Eso sí, a la hora de secarme el cabello, no escatima pasadas con esas uñas como de Niurka Marcos.
Esa noche Grace parecía desilusionada. Eran las 7:50 y el local cerraría a las 8:00. El resto de sus compañeros guardaba su material de trabajo o se cubría con abrigos. Planeaban ir a un lugar que no especificaron y preguntaron a Grace si los alcanzaría, pero replicó que no sabía.
Me disculpé por retenerla tan tarde. Le dije que por teléfono mencionaron que ella no iría el domingo si yo agendaba otro día o a las 7:30 ,  y por eso crucé la ciudad.  Contestó que no había problema,  que de todos modos iría  el domingo por una señora a la que aplicaría un tinte. 

Miré sus ojos y tuve ganas de  levantarme del asiento y abrazarla, no sé por qué. Pero me contuve, pues no quería romper el entendimiento casi telepático que habíamos logrado en los últimos 18 meses. 
Después le pedí que no usara navaja para la parte baja del cuello y asintió. Encendió la secadora.
Me pasó el cepillo dos veces y eso fue todo. 

El camino de vuelta fue tranquilo y nublado. Cuando llegué a casa, M. dijo que me veía bien. La besé. Tomé un baño. Cenamos chucherías y nos fuimos a dormir.

jueves, 7 de noviembre de 2013

ARTURO YA NO ESCUCHA MÚSICA


Hace dos semanas  vendí mi teléfono móvil,  breve biblioteca musical. Con él se fueron munditos que edificaba cada día durante el camino a la universidad y después a la redacción.

Podría decir algunas cosas interesantes, como la gran noticia -profesión, no me persigas-, de que  Mercy y yo estamos juntos de nuevo, pero creo que hay cosas íntimas sensibles todavía, así que iré por otro sendero.

Mañana cumplo 26 años. Tuve un momento de confusión y ya estaba cantando  que cumplía mi cuarto de siglo. Lo siento,debí festejarlo hace 364 días. Llevo la chamarra que Mercy me ha regalado por mi cumpleaños. Es tan confortable que la usaría a plena luz de día.

Los autos no avanzan. Me pregunto si habrá evento o marcha. Mi editora dijo que una marcha cerró Reforma. Tendré que llegar hasta el auditorio para descubrirlo.

Mientras camino por la avenida,  luces blancas que emiten los postes se reflejan en la cabeza calva de un oficinista que va adelante. Intento ver su cara, pero no voltea. 

De repente, entre la luz artificial y los edificios corporativos, con la noche decorando mis pensamientos, escucho las voces de los transeúntes. Con cada paso, recuerdo el torbellino de frases que al azar  he recibido desde que  entregué a Eder mi celular. Llevo  aislado mucho tiempo.

Quiero conocer el mundo, pero mis bolsillos están vacíos. Quizá por eso empecé a leer: comprendí cuánto costaría mi sueño de recorrer la tierra ante mi condición de clase baja y elegí la forma más barata para visitar universos fantásticos.


Llevo puesta la gorra de mi abrigo, mantiene calientes mis orejas. Pero  desespero, algo no está bien. ¡Quitate el gorro! me digo. Después de hacerlo, caigo en la cuenta: ¡por fin puedo escuchar! Las conversaciones llegan en su totalidad. Es como si una orquesta con instrumentos de la naturaleza iniciara la función. 


Los autos apenas se mueven. Cruzo el semáforo y a la banqueta se incorporan señoras que aprietan el paso. Otras mujeres descienden de automóviles de primer nivel, audis, camionetas, mercedes. Da la impresión de que no recuerdan cómo caminar rápido, como si en su rutina,  la prisa no fuese un elemento reconocible.


Llego al auditorio. Una señora abre la puerta de su passat y le dice al vigilante: voy al lunario. Miro al policía y escucho la respuesta. La manda directito a la chingada, pero con cortesía. Aún no entiendo por qué los ricos -de cuna- amedrentan tanto a las personas comunes y corrientes, ¿serán sus modales? ¿la ropa? ¿su olor? ¿la comida que han probado? ¿su digestión? ¿el poder que podrían invocar si así lo quisieran?


Ahora recuerdo una frase que escuché la noche anterior: piensa en lo positivo que ha sido no tener dinero.

Piensa en lo positivo que ha sido no tener dinero. Lo repito con voluntad religiosa. 

La pantalla anuncia que Alejandro Fernández se presentará el 7 de noviembre. Ahora todo tiene sentido. Ese imbécil es la causa de semejante alboroto.  Ahora entiendo la marcha forzada de las señoras ricas. 

Mujeres de todas las edades. Una hermosura de cabello negro se apea del auto y espera a un tipo nulo. Lo toma de la mano y emprenden hacia las entradas del auditorio. 

Casi puedo escuchar  los gritos de las mujeres cuando aparezca en el escenario el potrillo. Los que sus ojos capten servirá para rozar con la imaginación millares de clítoris. ¡Cuánta energía! ¡Cuánto poder tiene el zopenco cara de caballo!

Tras alejarme del auditorio, aún sobre reforma, el tráfico fluye. Abordo el primer autobus que pasa rumbo a Chapultepec. 

Suena la radio y unos locutores hablan sobre un festival de las luces. El locutor principal anticipa que mañana Susana nos contará cuáles fueron los presidentes mexicanos que vivieron en el Castillo de Chapultepec.


Interrumpimos este programa para un anuncio de nuestro comediante involuntario cosanguíneo:
¿Quieres ir a ver a Jaime Camil? Sabes que lo voy a hacer. Tú sabes que no me gusta el cine mexicano. Te dije: vamos a rentar Anna Karenina y qué me dijiste: ay no. 



Espero el siguiente autobus sobre el circuito interior. Suena Bon Jovi: como yo, como yo, nadie te ha amado. Durante el camino a la oficina, me reí como un maniaco mientras escuchaba el remix de baladas. De Woman a Zombie. What's going on?La mezcla más absurda. I'll be you dream, I'll be your wish, I'll be your fantasy...

Mientras avanza el autobus, estudio  a los pasajeros. Retazos de información van y vienen.

"Es que hay 'manifestación', esperemos que acabe pronto".

Qué espanto el empleo del verbo manifestar. Mientras yo la cuido, la uso para referirme a  las expresiones más profundas del pensamiento, está señora la usa como sinónimo de una vulgar y estúpida marcha.

Más publicidad, más caos, velocidad, más puentes. Me pregunto si aceptaría mi destino ante un accidente o gritaría a la espera de un milagro.

Ahora pienso en Mercy. Mi ancla en el mundo. 

¿Cómo es tan insegura y al mismo tiempo llenarme con tanta felicidad cada vez que estoy con ella? Si tuviera la certeza de que hago feliz a alguien quizá me sentiría mejor. No digo que no. pero nos falta recuperar el tiempo perdido.


Yo no puedo ser así, no puedo ser ese novio psicópata que te llama cada 5 minutos.

De nuevo en la tierra. Sube un tipo tullido por la parte trasera. Apenas puede sostenerse. El chofer solicita su pasaje. Camina como puede hasta el frente y dice que va a Tacubaya. Estamos en la estación Valle Gomez. Frena el camión. El sobresalto. Silencio. Respira. Desciende el tipo, más desorientado que nunca.

Ahora recuerdo que le escribí mi último mensaje a Mercy con tono molesto. La verdad sólo quise dejarla en suspenso y que me llamara a casa o que se apurara. No fue mi intención dejar las cosas como final de telenovela, pero mañana es mi cumpleaños y sé que no se molestará conmigo, yo no lo haría.

No tengo 500 o 600 pesos para invitarte a un buen restaurante a comer sushi cada semana. Yo no soy así. ¿Qué? ¿el volcán no tiene grasa? ¿el sushi no tiene grasa? ¿Eso qué? ¿Cuándo fuimos otra vez? Si las pides sin grasa, te las hacen sin grasa.