martes, 16 de febrero de 2016

PELEA EN EL AURRERA


Pensaba decirle al policía de la entrada que no iba a robarme nada. No imaginaba que, esta vez, mi mochila sería la última de sus preocupaciones.

Lo primero que vi fue el picudeo entre un cliente y el policía del Aurrera. Después vino un patadón directo a la espinilla del puerco. En respuesta, una persecución de tres metros entre dos elementos de seguridad, el gerente y el agresor, que usaba una camiseta gris bien percudida y sin mangas. Pero este sin-mangas, moreno como la moronga, no iba solo.

El torbellino de puñetazos entre sus tres compas y el resto de los policías llegaron hasta el interior del recinto, ubicado en la esquina del eje central con avenida Baja California, en la colonia Buenos Aires.
La mujer del sin-mangas, igual de flaca que su enemigo policía, entró a escena y también repartió pierrotazos: estaba enloquecida. Una venus policía contestó con otro chingadazo a la señora.

De nuevo salieron corriendo, perseguidos por el porky, que no pasaba de 30 años. Éste corría sujetando su pistola al cinturón. Lucía pálido y flaco. Gel xiomara: pelos tiesos, pero con casquete corto. Entonces algo rodó por las escaleras. No quise ver qué era; nomás escuché los putacitos del objeto que rebotaba con los escalones. Entré al Aurrera. Me coloqué detrás de un muro de concreto que se veía grueso y, bien puto, me volteé. Sólo faltó que cerrara los ojos.

Los gritos de «yastuvo» se oían como si vinieran de adentro. Como un niño que mira por la rayita de la puerta al cuarto de sus papás cuando están peleando, así me asomé para ver al sin-mangas detrás de cristal de la entrada. Tenía los puños a la altura de su cara, moviéndose como si fuera Balrog de street fighter, con la expresión de un pitbull a punto de morder y repitiéndole al escuálido elemento de seguridad: «usté y yo solos, puto. A una voz».

Al policía bancario se le cayó su radio. Lo que yo no vi fue su intento por levantarlo. Miraba con la quijada tensa, mientras pedía apoyo a través del aparato. Lanzaba insultos que parecían de chocolate, nomás por no verse aún más asustado. La mujer policía tenía agallas y hasta empujaba a los residentes de la Buenos Aires, mientras el joven elemento iba detrás de ella a ver si así se amedrentaban más.

— ¡Háblale a la banda; vas a valer verga! — gritó el don ruco a su señora y al poli.

Quienes hayan crecido en un barrio popular sabrán casi de antemano que echar montón es el sello de distinción en esos lares, pero que hay, como se suele decir, mucho «pajaro nalgón». Por lo que:
A) El policía sabía que, efectivamente, la banda volvería para darle la putiza de su vida.
B) No pasaría nada incluso si se volvían a  encontrar.
C) Le da un plomazo y ahí terminaría el asunto.

Pero el asunto se calentó cuando los comerciantes informales se solidarizaron con el sin-mangas, a quien parecía que conocían de años. Los que vendían aguacates y la doña de los elotes nomás gritaban y empujaban, pero con eso bastaba para superar en número al h. cuerpo de policías privados.

Entonces descontaron al policía que intentaba apaciguar el pedo. Un hilo de sangre descendía por su cara. La pistola seguía en la funda. Y los refuerzos brillaban por su ausencia.

Mi mejor amigo, el Eder, se enojaría conmigo por la empatía con el joven policía, pero hasta él, un anarquista filosófico de corazón, hubiera sentido lástima si hubiera advertido, como yo, la potencial verguiza que merodeaba al tira. No tenía carne para echar al asador. Se veía trabado, pero por la frustración ante un trabajo duro y que probablemente odiaba. El sin-mangas y él podrían ser vecinos.
El hambre es culera. Diría el Eder: pero es peor si te empinas.

Nadie entraba o salía. Sin contar a los involucrados, los clientes ni por error abandonaban su posición. Más dueño de la situación, me puse en primera fila.

Amenazas como pelotas de tenis  pasaban entre los espectadores, que fingían separar indistintamente, pero sin comprometerse. Cosa rara en este país.

Uno de los agresores lanzó una patada para romper, sin éxito, la puerta de cristal. Pensé en el dos de octubre y en mi profesor del Reforma.

—Orita vas a ver qué pedo, culero.
—Pide apoyo —decía, resignado, el policía que sangraba a su compañero—.

La temperatura descendió cuando se escuchó una sirena. El sin-mangas y compañía se fueron, pero gritando: «vas a mamar».

El gerente, canoso y sin un rasguño, decía: «de todos modos pídele el apoyo a central, por si regresan».

Los clientes salieron o entraron, pero sólo los policías se quedaron justo en la entrada, mirando la calle llena de puestos. Los comerciantes se reían. Otro día, otro dólar.

Adentro del Aurrera, una señora trató de hacerle una recomendación al gerente.

— Usted no me va a decir cómo tengo que hacer mi trabajo, señora. Usted dedíquese a comprar.

P.D: La fotografía corresponde al lugar de los hechos.