jueves, 6 de noviembre de 2014

COMO SI FUERA UN CHARCO

Aún pienso que mi problema con la sociedad se basa en el profundo nivel de desorganización que domina mi existencia, además de esta incapacidad de estrechar mi vida en una sola dirección.

El crimen del que se me acusa, como a mi maestro,  ha sido pertenecer a un tiempo que todavía no existe, pero que, contra toda estadística,  llegará. Hoy, a dos días de mi cumpleaños,  me declaro culpable.

(Prometo una entrada que haga honor al nombre de este blog, así que no desesperes y continua leyendo, que ya casi acabo).

Hacer planes es masturbarse con el tiempo. Vivo en un mundo de citas y agendas en el que suspender los compromisos está prohibido.

No veo por qué mentir sea algo reprobable —siempre que no lastimes a tus amigos— si hacerlo significa disfrutar de un momento alegre o de santa paz.

Con el trabajo, acarreas a tu vida un montón de misiles teledirigidos para volar en miles de pedazos ese delgado cristal que llamamos paciencia. Y si juntas el valor suficiente para renunciar a una vida de escritorio, rica en halitosis vecinas y frustraciones cancerígenas, te vuelves un forastero miserable  de la peor calaña que está en contra de lo que marca el taximetro de la vida.

La nota amarga de esta melodía suena ante la sensación de que las personas están completamente solas en el universo, pues cuando más deseas pasar uno de esos instantes con ellos, por los que, según tus ingenuos sueños y mentiras interiores, vale la pena abandonar la nave del progreso y  estabilidad ecónomica, descubres que sus pendientes son eternos y están encadenados sin remedio. No pueden hacer nada. Ojalá les hubiera avisado antes. Con dos semanas de anticipación. Mejor lo dejamos para después. La próxima semana. Está bien. No te preocupes.

Quisiera evitar mi cumpleaños. Anularlo. Brincarlo como si fuera un charco.  Rodear esta fastidiosa fecha como a una varilla que sale del concreto.  Cada año me prometo superar la cuestión y finjo que no me importa. Que los dos años consecutivos que pasé enfermo fueron una casualidad. O el año en que mamá me dio cinturonazos por sentirme inmune a su autoridad, ya no importan. Quisiera cortar el ancla con el 8 de noviembre, pero me persigue como un perro de la calle.

Sé que los cumpleaños son una artimaña más de la mercadotecnia, un dato más para el gobierno y un pretexto para que la hipocresía fluya.  Pero aún así algo en mí desea pasarla bien.

El año pasado fue casi mágico. En el trabajo olvidaron pegar el cartel con los cumpleaños de noviembre. Cuando llegó el día, los compañeros me invitaron a comer con ellos. Creí que después me sorprenderían con un pastel al final de la comilona, pero no. En su lugar llegó la cuenta, di mi parte y hasta dejé propina.

Ya viene el sentimiento de culpa; más tarde publicaré esto y quizá vendrán comentarios. Con lo que detesto las palabras de aliento cuando me siento miserable. Deja que me arrastre un poco en este fango, que ni es sufrimiento, pues si a algo se parece,  es a un berrinche.

No, no es eso, es el duelo por saber —y aceptar— que las personas que quiero, no estarán conmigo en el maldito día del año en que, con todo mi corazón, deseo estar con ellas.