La comodidad es un hábito que, como individuos interactivos en
sociedad, fomentamos hasta la náusea. Eso sí, nos pronunciamos en
defensa de la libertad de expresión cuando alguien dice que ésta corre
peligro, y lo tomamos muy en serio: enviamos tuits, compartimos una
imagen en las redes sociales, nos indignamos hasta la médula.
Vivimos
ocupados la mayor parte del tiempo, anhelamos descansos, por breves que
éstos sean. Pensar en los problemas que nos atormentan, tampoco es uno de nuestros rasgos más característicos como seres humanos, pero sí en sus consecuencias:
el hambre, la delincuencia, el desempleo, los fraudes, legislaciones a
modo, las enfermedades etc.
Los lugares comunes,
me temo, son lo primero que nos enseñan. Con preocupación, confieso
que un amplio número de profesores son responsables por ello:
'aprendemos' que una imagen vale más que mil palabras. Que el socialismo
es Marx y que José Stalin fue marxista. Nos comparten frases de
superación de Bill Gates para enseñarnos que la vida es dura, hasta para
hombres muy éxitosos. Que debemos ser imparciales al momento de
escribir la nota. Nos presentan a Denise Dresser como intelectual de
izquierda, con todo y sus trajes Chanel. Que la izquierda mexicana es
coherente. Que eso es izquierda. Nos han dicho que Hugo Chávez es un
dictador porque revocó la concesión de una televisora que apoyó el
golpe de Estado contra el presidente. Que los ateos rezan cuando están a
punto de morir...
Del
semestre en que cursé arte y comunicación, recuerdo cosas tan
inconexas entre sí, que si me río, es para no llorar. Aunque reconozco
que la profesora era amable y muy buena persona conmigo -en términos
estrictamente académicos, tampoco hay que ser mal pensados-. Con otros profesores
aprendí que la frustación y fracaso del personal docente no es motivo
para decepcionarme y que al final del túnel, hay luz. Pero no para
todos.
Ya dije en la entrada anterior que el arte
puede funcionar como una voz de denuncia. Y el periodismo también, pero
con otras intenciones: pobremente, juega al vecino chismoso del
gobierno. Creo que el periodismo busca un Estado más eficiente y mete su
nariz donde no debe, con tal de conseguirlo. De nuevo voy por las
ramas.
Si bien las denominadas bellas artes y las
nuevas formas de expresión han rebasado los análisis de viejos
teóricos, las personas aún permanecen en la superficie discursiva. Para
poner un ejemplo de temporada, la entrega de premios Oscar (a esta entrada pensé intitularla SOBREDOSIS DE TV, pero no quise colgarme del momento), representan el status quo
social en su mejor forma. Se habla de ellos, se aceptan o se niegan a
los ganadores, pero el tema oscila sobre ellos. Un negocio rendondo. Ya
estoy imaginando las primeras planas de los periódicos mañana, las
pláticas en clase, los enfados, las decepciones, los berrinches, los
elogios. El arte reducido a la banalidad del reconocimiento. El
aplauso, con todo y que una academia evalúa cada película. La reducen o
la engrandecen. La aristocracia del cine para las masas y para ellos
mismos. Que con su pan se lo coman.
Las instituciones artísticas y culturales cumplen un rol tan perveso en el arte, que si por mí fuera, preferiría que no existieran. En primer lugar porque en México padecemos enfermedades psico-sociales como el compadrazgo, el nepotismo, la envidia, y la lista continua. Después vienen las becas: sólo dios sabe con qué criterios las otorgan (en la práctica). Luego siguen las direcciones generales por parte de individuos que nada tienen que ver con arte: economistas, administradores, políticos. Todos ellos colocados por razones oscuras y más tenebrosas que coherentes. No es de extrañarse, que en los últimos años, las instituciones y museos, con directores despreocupados, son víctimas de la moda por rentar los espacios públicos destinados a la difusión artística y cultural, como salones de fiestas. Apenas el viernes pasado, la Oficina Económica y Cultural de Taipei en México usó el hogar de las musas universitarias contemporáneas en Ciudad Universitaria, para celebrar el aniversario de su establecimiento en México (con la obra del cineasta Edward Yang como pretexto) con meseros y toda la cosa. ¿Salón de fiestas culturales? Hay de todo en México, supongo que deben existir argumentos a favor, legislación proteccionista... y como no recibo nada ni me perjudica, nomás doy testimonio de lo que observo. (Y qué chingón para los meseros, que realmente no trabajaron tanto y tampoco estuvieron como trusa de meretriz: de arriba para abajo). Les dejo imágenes como la prueba fehaciente.
En una canción, preguntaban los Swell Maps: ¿Crees en el arte? La verdad, no lo sé.
¡QUE LAS MUSAS NOS AGARREN CONFESADOS!