domingo, 24 de marzo de 2013

SÁBADO DISTRITO FEDERAL


Fui al centro con un objetivo: comer sushi. Amanecer y ocaso de un arte oriental. Luego, Saturnino Herrán y Jorge González Camarena hicieron de las suyas: a continuación la historia de un breve alucine con la pintura mexicana del siglo XX. 

No tenía nada qué hacer, así que, tras una recomendación poco confiable (de una ex novia)  me dirigí a un bufet de sushi (cuyo nombre omitiré para no darle más publicidad), ubicado en la calle cinco de mayo del Centro Histórico de la Cd. de México. Ciento cinco pesos costaba el chistecito. 

- Ni pedo: lo pago. 

Un asiático me señaló la mesa. 

- ¿Mesapalauno?

 Se trataba del dueño. De inmediato te das cuenta porque nomás ve cuánta gente entra, da  órdenes a todos los meseros, pero sobre todo, porque sólo un asiático es lo suficientemente transcultural para matar dos párajos de un solo tiro: comida china y japonesa en el mismo lugar, que, dicho sea de paso, estaba lleno. Como buen muerto de hambre, me senté en la primera fila, cercana a la barra. No me serví sopa, ni nada de la comida china,  saturado con grasas para llenar más rápido al bufetero inexperto. Pero yo soy un iniciado. Nada de rollos rebozados, ni refrescos. 

20 minutos más tarde, no podía zamparme uno más.  Vencido por un chino que hace sushi en México.

Fue una decepción. Mi expectativa por el platillo oriental fue alta y pagué el precio (metafórica y literalmente). Primero, casi todos los rollos eran de surimi, adornados con frutas o vegetales.  Si no lo pides, jamás verás jengibre ni wasabi.  El jengibre tampoco era su mejor atributo: seco y con un sabor amargo, ponía en tela de juicio su procedencia y fecha de caducidad.  Los aguacates en plena oxidación  me transportaron a mis clases en el laboratorio de  Química.  Es triste decir que para comer con calidad, a veces se tiene que pagar más o comer en casa.  (Si saben de un mejor lugar,  díganmelo en SE VALE COTORREAR, en la parte derecha del blog). 

Lo único bueno que ocurrió, fue la aparición triunfal de una señora que, en mis más lujuriosas ensoñaciones, otorgué el título nobiliario de Doña nalga.  Acepté mi derrota y me despedí de los glúteos de oro, con un adiós visual tan entrañable, que casi lloro. 



Después, como ejemplo de un  sinquehacer que se respeta, deambulé por las calles y terminé en el MUNAL, donde la exposición temporal es sobre  José Guadalupe Posada. Me reí un buen rato con ese cábula y también me dio miedo su manejo de la delgada línea entre el humor y la muerte. Pero la verdad, lo que más me gustó está  en la colección permanente del primer piso.



 Están las vacas sagradas y los asistentes, cumplen su papel de adoradores paganos. No obstante, topé las dos pinturas más precisas a mi consideración: El perico de un prócer al que le tengo diversas veladoras prendidas: Jorge González Camarena.  La otra es La Dama del mantón de Saturnino Herrán. La primera es una combinación de vanguardias y un dominio del color que me  dijo: nunca intentes pintar, no la cagues.  La segunda, un agasajo del gesto.  Un montón de inferencias que no repito, no por censura o evitar la pretención, sino para que vayan y las topen. Son un alucine visual. Les dejo las fotografías para que sepan cuáles, pero eviten contemplarlas y mejor dense una vuelta, no desgasten más su aura. Lleguen antes de las 5:00 o  don ruco  te corre con la mirada, como fue mi caso.



P.D.: Esta entrada no está patrocinada por el MUNAL ni algo parecido, pero hay que reconocer que esas dos pinturas (y otras más que no llamaron tanto mi atención, pero pueden ser un alucine para ti, querido lector)  me dieron un momento de profunda reflexión y me emocionaron como niño. 

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