Fui al centro con un objetivo: comer sushi. Amanecer y ocaso de un arte oriental. Luego, Saturnino Herrán y Jorge González Camarena hicieron de las suyas: a continuación la historia de un breve alucine con la pintura mexicana del siglo XX.
No tenía nada qué hacer, así que, tras una recomendación poco confiable (de una ex novia) me dirigí a un bufet de sushi (cuyo nombre omitiré para no darle más publicidad), ubicado en la calle cinco de mayo del Centro Histórico de la Cd. de México. Ciento cinco pesos costaba el chistecito.
- Ni pedo: lo pago.
Un asiático me señaló la mesa.
- ¿Mesapalauno?
Se trataba del dueño. De inmediato te das cuenta porque nomás ve cuánta gente entra, da órdenes a todos los meseros, pero sobre todo, porque sólo un asiático es lo suficientemente transcultural para matar dos párajos de un solo tiro: comida china y japonesa en el mismo lugar, que, dicho sea de paso, estaba lleno. Como buen muerto de hambre, me senté en la primera fila, cercana a la barra. No me serví sopa, ni nada de la comida china, saturado con grasas para llenar más rápido al bufetero inexperto. Pero yo soy un iniciado. Nada de rollos rebozados, ni refrescos.
20 minutos más tarde, no podía zamparme uno más. Vencido por un chino que hace sushi en México.
Fue una decepción. Mi expectativa por el platillo oriental fue alta y pagué el precio (metafórica y literalmente). Primero, casi todos los rollos eran de surimi, adornados con frutas o vegetales. Si no lo pides, jamás verás jengibre ni wasabi. El jengibre tampoco era su mejor atributo: seco y con un sabor amargo, ponía en tela de juicio su procedencia y fecha de caducidad. Los aguacates en plena oxidación me transportaron a mis clases en el laboratorio de Química. Es triste decir que para comer con calidad, a veces se tiene que pagar más o comer en casa. (Si saben de un mejor lugar, díganmelo en SE VALE COTORREAR, en la parte derecha del blog).
Lo único bueno que ocurrió, fue la aparición triunfal de una señora que, en mis más lujuriosas ensoñaciones, otorgué el título nobiliario de Doña nalga. Acepté mi derrota y me despedí de los glúteos de oro, con un adiós visual tan entrañable, que casi lloro.
Después, como ejemplo de un sinquehacer que se respeta, deambulé por las calles y terminé en el MUNAL, donde la exposición temporal es sobre José Guadalupe Posada. Me reí un buen rato con ese cábula y también me dio miedo su manejo de la delgada línea entre el humor y la muerte. Pero la verdad, lo que más me gustó está en la colección permanente del primer piso.

P.D.: Esta entrada no está patrocinada por el MUNAL ni algo parecido, pero hay que reconocer que esas dos pinturas (y otras más que no llamaron tanto mi atención, pero pueden ser un alucine para ti, querido lector) me dieron un momento de profunda reflexión y me emocionaron como niño.
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