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domingo, 30 de agosto de 2015

UN PASEO ANTES DE LA LLUVIA

Ayer vi al asesino en mí mientras jugaba con M. Ella se reía, pero me dio un golpe que fue claro: estaba lastimándola. Sentí un terror que no había sentido en mucho tiempo, era la capacidad de hacer daño, de lastimar que se presentaba como un familiar lejano. Mis disculpas fueron en vano, sufrí un par de horas y nada de lo que hice me quitó esa sensación tan fastidiosa. Ella, tan buena, me perdonó de inmediato, mientras nos preguntábamos por qué se había reído si le hacía daño. A lo mejor nos sorprendía que hubiera algo de gracia en sentir dolor.

Mientras camino por esta calle que atestiguó el asesinato de un fotoperiodista, pienso en cómo habrán ocurrido los hechos, sin el tinte cursi de académicos y otros periodistas más románticos y menos realistas, en el sentido más ruso de la expresión. Pero lo que más me dobla, me preocupa, es nuestra noción del bien y el mal. Sólo nos importa el sufrimiento de los buenas personas. Los malos merecen nada más que nuestro odio, y el del profundo. Nos desembarazamos de cualquier responsabilidad, de cualquier signo de empatía porque, en el fondo, fueron ellos quienes no se esforzaron lo suficiente en su nobleza y honradez. Primero me pregunté por las verdaderas razones. Existía la oposibilidad de una injusticia, pero esto no era una película con personajes obvios. Las explicaciones cortas siempre las he detestado: son las más fáciles de tragar,  pero las que más gustan. A veces no quiero ser así de ingenuo.

Los vecinos de la Narvarte hacen de todo: se pavonean afuera de los apartamentos recién construidos, pero sin una pizca de pasión por la arquitectura, pues confunden lo nuevo con lo hermoso. Si uno tiene la suerte de mirarlos, ellos te hacen saber con la mirada que no solo viven allí, sino que pertenecen. Otros más van en bicicleta, con trajes como de buzo sin aletas, entallados,  con el deporte como estandarte, pero solo en domingo, pues el lunes los espera su automóvil, su confidente, su deuda a 24 meses, su inequívoco símbolo de estatus y progreso. Los ciudadanos sustentables son peores. Perros, ciclofilia, comida orgánica. Milenarios. Un mundo mejor. Parece que el siglo XX solo sirve para reírse de él. Odio a los emprendedores.  También me odio a ratos. Pero más cuando hablo de jóvenes entusiastas del dinero, hipócritas. A veces me imagino un cuento demoledor contra ellos. Te enfrentas a gente sin escrúpulos, cristianos muy devotos, pero adictos a la ganancia. Hijos de la rentabilidad.

Una taquería llena de rubios. Pienso en Chava Flores. También en si realmente quiero ese sushi. Trato de imaginarme como si fuera un extraño. Mi apariencia, ¿será la adecuada para comprar sushi? ¿Qué pensaría de mí si fuera otra persona?  ¿Me agradaría?  Henry Miller se pregunta en el Trópico de Capricornio: ¿se hablará la gente como yo lo hago?, ¿por qué tiene usted la vida que lleva?
De niño me obligaron a entender el mundo de dos formas: la religiosa y la cívica. La primera es la utopía si la diñes y te portaste bien, pero para eso faltaba mucho y a ninguno de mis padres se les ocurrió que el infierno estaba sobre la tierra, si tal lugar existía. La segunda, aún más malévola, consistía en obligarte a portarte bien, aunque a todas luces nadie lo hiciera. Fraudes, violaciones, guerra, especulación eran, y siguen siendo, según la neolengua milenaria, trending topics. Pero a nadie le importa demasiado, mientras tengan una casa, un actualizado teléfono móvil —con el que ya nadie habla— dinero los viernes y alguien a quien necesitar en caso de sentirse solo.

Estrés es una palabra que nació de un error de traducción, pero el síntoma existe. El desgaste nervioso nos aqueja por múltiples flancos que se manifiestan, incluso, en domingo: un arrimón accidental hizo que un señor en el trolebus me mirase con asco homófobo. Una señora decide no sentarse. Don ruco hace hasta lo imposible por ceder el asiento antes que dejarme sentar. Le doy la oportunidad de que me lo ganen, pero a nadie le interesa sentarse a su lado, así que lo tomo. Me observa de reojo, pero alerta, como esperando a que me baje la bermuda deportiva, saque mi verga, le dé vueltas como rehilete o intente pasársela por la boca como si fuera un lápiz labial. Al tocar el botón de descenso, el chofer me gritó que lo dejara llegar a la parada. Luego, un pequeñoburgués  se forma con 12 artículos en la fila de 10 o menos, ignora la advertencia de la cajera y arroja con molestia los dos restantes cuando le señalan su alevosía.  Con los  primeros  sonrío, pero al tercero lo aborrezco. Quiero destruirlo, aunque sea con palabras. De nuevo el asesino. Cálmate. Reírme de su calva por lo menos. Azotarlo contra la banda deslizadora de artículos. Obligarlo a disculparse con la amable cajera que solo hace su trabajo en una multinacional que le rompe el espíritu a cualquiera. En su lugar, lo miro con desprecio, pero no alza la mirada, sabe que ha actuado como un imbécil, o eso pienso mientras salgo del establecimiento.

La palabra civilización carece de sentido para mí. Veo los muros de cemento. Eso sí: un montón de plantas moradas —muy naturales, según ellos— estratégicamente colocadas en las jardineras. Ninguna de sus ventanas es digna de la calle, ni del peatón común. Su perfume, miedo al despojo. El hogar como fortaleza. Ya no sé en qué creer: la inteligencia fue superada; el coraje, domado; la frustación, apaciguada. Pero aún tenemos el entretenimiento.

Los pájaros se esconden entre los árboles. La frescura del viento anuncia la tormenta, con su ejército de relámpagos y gotas listo para atacar.

Altos y risueños se aproximan. Perros encadenados y entrenados los acompañan. ¿Y a mí qué me importa si un par de argentos con perros exóticos, se hacen ricos en mi país solo por su altura y color de piel? yo no soy el dueño de este lugar, ni siquiera tengo el potencial para serlo. Quizá lo que me parece insoportable es que no acepto al mundo tal como es.

jueves, 23 de mayo de 2013

EMBELESADO



Salí exactamente a las 8:10 pm de la redacción.  La lluvia caprichosa marcaba el paso de los oficinistas presurosos. Un tráfico mediocre aminoraba el contratiempo del mal clima.

 Afuera  me encontré  al diseñador gráfico que intentaba sin éxito expandir su sombrilla.  Me preguntó a dónde iba y le respondí que a la parada del autobús.

Caminamos debajo del paraguas mientras pensaba en lo ridículos que nos veíamos. 


El autobús con dirección Chapultepec no apareció tan lleno como lo esperábamos. Pagué el pasaje de ambos e iniciamos una amena conversación sobre las compañeras de oficina. Seleccionamos a la más guapa y le dije que la única oportunidad posible de tener algo con alguna  sería en la fiesta de fin de año. 


Mientras recorría el pasillo del camión con la mirada, vislumbré a la mujer más hermosa que había yo visto en todo el día. Sus blondos cabellos ondulados rompieron con mi concentración y bloqueé el paso con mi guanga persona. Su mirada tan coqueta me cohibía, pese a que mantenía el diálogo con mi interlocutor. Los labios color sangre de aquella muchacha me parecían en extremo tan dominantes que cualquier mujer interesada en mí se hubiera puesto celosa al verme a su lado.  Ese remolino capilar  que iniciaba en su frente y caía graciosamente hacia la izquierda me tenían embelesado. Los lentes rosas le daban un aire Condesa o Roma. Su compañera de asiento parecía como muerta a su lado, como una especie de vacío.


El diseñador se despidió en la estación Auditorio y yo me senté una fila adelante. Esperé para mirar de reojo si ella también descendió, pero permanecía en el autobús.  Comienzo a preguntrarme cómo sería si tuviera una oportunidad con una chica así, tan hermosa, capaz de hacerme olvidar por un momento mis desgracias, mis tormentos con una mirada.  Miro a través del cristal empañado y le pido a dios una oportunidad para conversar con ella o lo que sea, un tropiezo, cambio para el próximo autobús,  si me molesta la música.

Por alguna razón no quise colocarme los audífonos, pensaba en ella y me latía el corazón como si estuviera a punto de besarla o poco menos. Ya sé que es una tontería decirlo de esa forma, pero así  parecía. Estaba agitadísimo.

Chapultepec es nuestro pequeña central de abastos en que perderse resulta la opción más sencilla. Los puestos, aquellas bifurcaciones laberínticas del comercio informal borraron cualquier posibilidad remota de verla por última vez y entre esas murallas del fierro oxidado, modifiqué mi ruta habitual hacia el siguiente autobús con destino a casa.

Encontrábame solo, bajo la lluvia menos poética que pueda  describir, salvo insípida y tolerable, cuando me entraron unas ganas horribles por cantar; comencé  sin miedo a ser escuchado, a desafinar o algo parecido. Miré hacia atrás para contemplar el avance de la construcción de las oficinas de portentoso banco español. Para mi sorpresa, aquella muchacha del autobús intenta infructuosamente cruzar la barda entre las rejas llenas de orificios por donde yo tan cotidianamente atravieso. 

Me callé de inmediato.

Se acercó y se formó justo detrás de mí. Yo me tocaba el cabello, registraba mi cara en busca de algún moco, alguna mancha de comida que pude adquirir en el camino sin darme cuenta. Tocaba mi nariz discretamente. Estaba hecho un lío.  Arreglé el cuello de mi camisa y traté estúpidamente de colocar mis audífonos.

Al verme, ella sonrío.  Su cabello se veía aún mejor desde la cercanía. Llegué a pensar que me siguió porque desde que nos vimos,  sintió la misma impresión sobre mí que yo tuve de ella. Burdo.

Sin saber por qué, me toca la mano. Retiro los audífonos de mis oídos y le pregunto ¿Qué pasa? ella se ríe y me ofrece otra disculpa, no sabe por qué lo hizo tampoco y se justifica porque pensó que había un señor detrás de ella. Mi corazón cercano al colapso,  emite una mueca absurda que trato de configurar como una sonrisa mientras mi aparato fónico lo traduce con unos ja ja jas tan tontos que me provocan una risa verdadera.


Entre la distancia de la parada y el autobus ella y yo reímos como niños; continua repitiendo que lo lamenta y yo sigo preguntando qué fue lo que pasó.  Subimos al autobús y ella me ofrece de nuevo una  disculpa y  observo sus dientes pequeños y su piel perlada, tan suave como sólo se imagina uno en sueños.

Toma asiento y nos reímos por última vez. Si no fuera por esa sonrisa nerviosa, que pulveriza mi confianza,   mis oportunidades de emitir tan siquiera un graznido, un aullido se habrían materializado. Ella retira los lentes de su rostro y por fin la contemplo con todo su esplendor, me rompe  hasta la última fibra de movilidad que pudiera esconderse en mi cuerpo. Miro sus zapatillas rosadas, como sidra. En los muslos reposa su bolso y otros pequeños maletines que advierten recipientes de comida. Casi le pregunto si trabaja en la misma zona que yo. Quería preguntarle si también venía del corporativo X o Y o Z hasta que me dijera cualquier cosa, pero sigo como mordido por una cobra.

Me reprocho en tiempo real mi cobardía. 

El tráfico es indecible  y ella consulta su teléfono inteligente. Avanzamos lento y la oportunidad se desdibuja con cada metro que gana el camión.  

Desciende una estación antes del casco de Santo Tomás sobre Circuito Interior y casi hago lo mismo , pero tal vez la mataría de un susto, aunque después me digo que sería como continuar lo que ella empezó.

Todavía veo en mi mente  cómo cruza la avenida  y se pierde entre la sombra del puente vehicular.

El camino a casa es tan doloroso que mi imaginación se mantuvo en blanco hasta el descenso.

Ya en casa, escribo esto, con un plan bajo la manga que ejecutaré cada noche a partir de hoy.



Se dice fácil