Fui al norte de la ciudad para cortarme el cabello, un sábado gris-rata de octubre.
Salí con tanta prisa del apartamento que olvidé mi billetera; M. tuvo que bajar desde el octavo piso del edificio Chile a entregármela. Estaba ocupada en su proyecto de fabricación de muebles para recién casados –Dios, líbrame de todo mal– al que no atendía desde hace dos semanas, cuando la telefoneé desde Copilco. Mi solicitud, que rompía con la santa paz de su ritmo de trabajo, no fue recibida con entusiasmo. Además, había interrumpido su concentración toda la tarde con mis sesiones de flauta recién incorporadas a mi rutina de fin de semana. Como sea, agradecí de corazón que accediera a llevarme el encargo hasta la puerta del edificio. Cuando la cartera estuvo en mi bolsillo trasero, besé a M. y me puse en marcha otra vez.
Caminé por la pequeña Brasilia hacia avenida universidad, entre una lluvia ligera, pero con potencial suficiente para que desenfundara mi sombrilla. El recordatorio de que tenía menos de una hora para cruzar el Distrito Federal latía con fuerza en mi mente, pero esa clase de emoción, aunque superficial, me alegraba esa tarde fresca y poco productiva.
Debo decir que desde pequeño odié el norte de la ciudad, en especial mi colonia, minada con ladrones de poca monta, desempleados dedicados al comercio informal o que revenden a mayor precio los objetos que roban sus amigos rufianes. También están los oficinistas que pasan por las calles diciendo «buenas noches» con más miedo que ganas a cada grupo de malandrines que ocupa las esquinas de la joya. Aun así, la gastronomía y este asunto tan molesto de cortarse el cabello aún me atan a la delegación Gustavo A. Madero.
Aunque no iría a mi colonia, la ruta a la peluquería (que se autodenomina «estética» ve tú a saber por qué) es casi la misma, así que entré al metro M.A. de Quevedo con dirección a Indios Verdes. Mientras bajaba por las escaleras eléctricas, recordé que mi pase de acceso también lo había olvidado en casa. Pero ya no volvería por él o M. me lincharía como en Tláhuac. Entonces compré dos boletos y me olvidé del asunto
El viaje de ida lo ocupé pensando en Esmé y Seymour. La idea de que si el mayor de hermanos los Glass hubiera estado en la caferería de Devon aquella tarde de abril de 1944, en lugar del sargento X, probablemente habría conservado sus facultades intactas, me angustiaba. Lo digo porque detesto a Sybil y Muriel. Par de nulas. Mira que ignorar a alguien sumamente deprimido es una cosa inhumana. Quizá tampoco iban a sanarlo consternándose, pero podrían haberlo hecho mejor. En serio.
Como iba diciendo, me encontraba en una de esas discusiones internas que no llevan a ninguna parte, cuando nos pidieron amablemente que abandonáramos el vagón. Al principio pensé que se trataba de una pelea, pero ante los rostros de los policías y personal del metro dando manotazos al aire e ignorando a los usuarios, supuse que estábamos bajo amenaza de bomba o algún suicida que se había convertido en tinga.
Miré el reloj y todavía contaba con 10 minutos para llegar a la cita con Grace. Ella es mi peluquera. No ha sido la única, pero sí a la que reservo mi confianza en esa materia.
Esta es la parte vergonzosa del relato.
A los 12 años, mi voluntad vivía subordinada al criterio de mamá. Si partimos de que el familiar que consideran más atractivo le apodan «el chino», cualquier variación de tu cabello ajena a esa categoría significaba poco menos que deshonor para la familia. Como cualquier niño lacio de los Hidalgo –«pelos de chayote, tuna y elote» solían decir– experimenté el ritual de la base. Conocida en otras latitudes como ondulado químico o permanente, la idea de transformar la dirección de mis folículos era, en aquella época, la prioridad de mi progenitora, pues quienes nos conocieron en tiempos donde yo apenas comenzaba a familiarizarme con el lenguaje y la memoria, han asegurado que mamá esperaba de mí, y como más tarde corroboré, un soldado de alto rango, instruido en las artes de los modales, el orden y la disciplina. Una especie de manual del buen vivir para niños. Por ello y contra los suburbios-expectativa edificados por ella y que yo le destruí, como un tornado, citatorio tras citatorio escolar, mi madre sólo pudo aferrarse a la parte más inmediata de sus pretensiones.
Entonces fuimos a la casa de Erika Suzuki, conocida sólo como Suzuki o «la Suka».
Suzuki fue compañera de secundaria de una prima, que también era mi vecina y, para enrederar más las cosas, también se llamaba Erika. Suzuki se embarazó a los 15 años. Cuando la conocí tenía 19. La fama de Suzuki en mi familia, que era gigantesca y atraía a mis familiares varones, incluso a los más distantes de la zona metropolitana, nunca consistió en sus habilidades con la tijera y el peine.
Para mí, visitar la casa-peluquería de Suzuki significaba entrar a otra dimensión. Primero porque te cortaba el cabello afuera de su habitación y podías observar –casi recorrer– su cama sin tender. Ropas sobre el suelo, secadoras y maquillaje regados como confeti por todo el cuarto. Pero antes debías subir por unas escaleras hechas con solera que tenían forma de caracol y que llegaban hasta el segundo piso, y mientras ascendías, sus caderas se balanceaban a medio metro de tu cara. Nunca me atreví a dar un paso en su habitación, pero en mi mente saltaba sobre su cama, me restregaba contra las sábanas y revisaba cada cajón, cada cesto que vi con su ropa sucia. Los cortes que hacía eran nada comparados con la forma en que recorría con sus uñas tu cuero cabelludo. Además te envolvía con su olor y cualquier error simétrico en tu corte se compensaba con los acercamientos de su zona genital a tus hombros. Recuerdo una ocasión en que, mientras me arrimaba la panocha, su movimiento generó una descarga eléctrica que hizo saltar a mi hombro.
– Me diste toques.
– Sí, ¿verdad?, ja,ja.
Cada vez que pasaba por su casa, evocaba la curva de sus glúteos encapsulados en esa segunda piel de mallones carmín. En lo que a su cintura se refiere, era tan estrecha que me resultaba imposible aceptar que un feto habitó y creció durante nueve meses ese espacio eléctrico. Aquellas curvas volví a verlas en mis clases de geometría analítica. Las hipérboles y parábolas del pizarrón sólo podía entenderlas como ejemplos de su vientre y caderas.
Mi prima decía que la Suka era «bien piruja», pero nunca recibí una sola insinuación de su parte, con excepción de la vez en que, tras cortarme el cabello, se mostró más amable de lo normal, con bromas sobre lo guapo que lucía aquella tarde de 2003 –habituales en ella y que me desilusionaban por su emisión incluso enfrente de mi madre–. Me sujetó con fuerza en la oscuridad de su cochera mientras caminábamos a la puerta.
— ¿Quieres ser mi novio?
— No bromees así, Suzuki.
— En serio. Dame un beso.
— ¡Cómo crees!
— Ven, acércate más y dame un beso.
— Tengo que irme.
— Conste que no quisiste.
A partir de ese día, descubrí en mí el inútil don de resistir a los encantos de las mujeres que me gustan. Aquella maldición me ha perseguido como una sombra por años, en momentos donde mataría por ser otra persona, con tal de entregarme al placer, como se suele decir.
Suzuki no me soltó de inmediato, me dio la impresión de que quería dominarme –psicológicamente y dentro de mi pantalón, era una batalla en su bolsillo–. Se limitó a besar mi mejilla y después, como pude, tanteé la lámina hasta que encontré la cerradura, abrí la puerta contra la que me tenía arrinconado y logré zafarme. La miré y dije adiós con la mano. Ella se reía y respondió cerrando su mano hasta formar un puño. Caminé a casa y lo primero que hice fue dirigirme al baño, asegurar la puerta y evocar lo sucedido.
Suzuki tenía instrucciones de ejecutar la base un jueves de septiembre de 2001. Platicamos sobre lo innecesario que eran los chinos en mi cabeza y apoyó en todo momento mi disgusto por lo que a continuación sucedería. Pero la orden estaba en la mesa y mi futuro decidido. Como premio de consolación, mamá dejó que faltara el viernes a la escuela para aclimatarme psicológicamente y pudiera luchar más fácilmente con las suspicacias que me esperarían en el salón de clases. Y vaya sí usé mi tiempo. Dediqué el día entero a suavizar los rizos cerrados del permanente. Pero todo fue en vano. No hubo gel, cepillo ni secadora capaz de devolverme algo de lo perdido.
Mi familia no escatimó bromas. Recuerdo una que se volvió la favorita: «pelos de verija». Mamá decía que no hiciera caso. Mi padre estaba furioso, pues sabía las implicaciones sociales que tendría en la escuela. Y entonces
mamá tuvo una plática conmigo para que desestimara cualquier comentario venidero, pues aquellos «pendejos no te darán de comer».
En todo eso pensaba mientras esperaba el siguiente vagón.
En 2006, Suzuki se fue a Canadá con su hijo y forjó, al lado de su nueva pareja, un imperio de mariachis y danzantes folclóricos al norte de Quebec. Entonces apareció «el Tom». Eder fue quien me presentó a este supuesto As de la simetría capilar. Todos mis amigos iban con él, después de que Polo, el gran estilista ( se ofendía si le decías peluquero) de la joya, cerrara su local sin explicación ni pista alguna de su posible paradero. Fue un golpe anímico para Eder-saico-trancero-astral. Pero eso no corresponde a esta historia.
La decoración era responsabilidad absoluta de Tomás. El yeso, la pedrería y el color dorado eran sus armas predilectas. Estrellas tristes y lunas cortadas por un pulso inseguro, decoraban el techo con márgenes hechos de piedras que simulaban turquesas, esmeraldas y perlas. Pese a la popularidad del Tom entre mis amigos y yo, patinadores todos, no éramos los únicos jóvenes que visitaban el negocio.
Los primeros tiempos del local de Tom estuvieron compuestos por una decoración más bien modesta, con espejos rectangulares del tamaño de una pared. Sus muros eran de color negro que alternaban con uno azul que daba al patio trasero. Había un montón de revistas, además de una computadora que podías usar mientras esperabas tu turno en la silla.
Tom siempre fue rubio. A veces más rubio de lo habitual, pero jamás lo vi con su color natural. Un par de tatuajes decoraban sus brazos, su panza correspondía a los 45 años que tenía y durante los que perdió algunos dientes que Tom parecía extrañar poco cuando sonreía.
Sus clientes eran de índole heterodoxa, aunque con una marcada inclinación por jóvenes varones que han tenido muchos nombres en la taxonomía sociológica de los habitantes de la ciudad, que todos identifican y de los que con frecuencia huyen: chacas, ñeros, tepiteños, vergueros, monquiquis etcétera.
Con los años, la peluquería de Tom se volvió un oasis para estos personajes sin acceso a Internet y hacía cada vez más hostiles los lapsos entre ellos y nosotros, por lo que, uno a uno, mis amigos dejaron de frecuentar su local. Eder resistió poco y yo continué como su cliente infrecuente, pues los domingos casi no había nadie, pero cerraba temprano.
Para entonces, la decoración de Tom era una especie de casa de chocolate como de la bruja de Hansel y Gretel. Era como si hubiera sometido los muros de su local a cirugía plástica. Ahora había cuatro computadoras que los jóvenes pandilleros usaban. Pero como me tocó vivir la metamorfosis mes con mes, había perdido el interés en descubrir el mundo mágico de Tom. Eder fue quien me devolvió la capacidad de asombro cuando una tarde me acompañó y se la pasó inspeccionando y preguntándole a Tom cómo había construido todo aquello.
Aunque mejor peluquero que Suzuki, Tom era, en esencia, un celoso. Si te cortaba el cabello de una forma y regresabas con otro corte, de inmediato lo sabía. No decía nada. Mantenía las apariencias y cuando terminaba, veías apenas un segundo tu cabeza en el espejo trasero. Cuando llegabas a casa todos notaban el desfiguro que llevabas en la nuca.
Aquello desgastó mis ánimos. Dije adiós a sus tijeras y clientes tan excéntricos como los muros de Tom.
También pasé por las manos de mis tías.maternas, Claudia y Lourdes. Pero fueron tan desastrosos aquellos episodios que, si repetí la dosis, fue por mera emergencia en mi bolsillo.
El tren llegó. De antemano sabía que tomaría taxi al salir de la estación. Cuando llegué a Potrero, el lugar hacía honor a su nombre. Fango por todos lados. Pisé un par de charcos que incomodaron a la chica que caminaba junto a mí, mientras cruzaba la calle. Un sitio de taxis en la esquina me evitó la pena de estirar la mano. La calle era victoria y el taxista se fue por Necaxa. Reconocí una taquería a la que papá solía llevarme y prometí pasar a probar uno o quizá cuatro.
Llegué 10 minutos tarde con Grace, quien dormía en su asiento. Pasé a la caja y anticipé mi pago. Un tipo flaco se acercó a donde estaba sentado y me dijo que iríamos a lavarme el cabello. Me puso una ridícula bata negra y me sentó en un lavabo para cabeza y trató en vano de relajarmw con su masaje. M. ha dicho que tengo miedo de disfrutar el masaje si proviene de un homosexual. Cosa que me ofende, pues sólo detesto el ritual de vanidad por el que tengo que pasar para obtener un corte se cabello.
Grace no sabe nada sobre mí, excepto que estudio y trabajo. Nunca me recomienda nada. Tampoco es celosa. A diferencia del resto de las peluqueras en «Estilissimo», no espera propina, ni me ofrece algo de beber. Sé que me recuerda por la forma en que me pregunta que cómo he estado. Conversamos sobre lo que quiero para la ocasión, mientras formulo la misma pregunta de cada dos meses: ¿tú cómo ves?
Usa uñas de gel que me ponen la piel de gallina cada vez que pasa su mano por mi cabeza, pero esto sólo ocurre dos o tres veces durante el corte. Quizá le doy asco o simplemente prefiere pasarme el peine. Eso sí, a la hora de secarme el cabello, no escatima pasadas con esas uñas como de Niurka Marcos.
Esa noche Grace parecía desilusionada. Eran las 7:50 y el local cerraría a las 8:00. El resto de sus compañeros guardaba su material de trabajo o se cubría con abrigos. Planeaban ir a un lugar que no especificaron y preguntaron a Grace si los alcanzaría, pero replicó que no sabía.
Me disculpé por retenerla tan tarde. Le dije que por teléfono mencionaron que ella no iría el domingo si yo agendaba otro día o a las 7:30 , y por eso crucé la ciudad. Contestó que no había problema, que de todos modos iría el domingo por una señora a la que aplicaría un tinte.
Miré sus ojos y tuve ganas de levantarme del asiento y abrazarla, no sé por qué. Pero me contuve, pues no quería romper el entendimiento casi telepático que habíamos logrado en los últimos 18 meses.
Después le pedí que no usara navaja para la parte baja del cuello y asintió. Encendió la secadora.
Me pasó el cepillo dos veces y eso fue todo.
El camino de vuelta fue tranquilo y nublado. Cuando llegué a casa, M. dijo que me veía bien. La besé. Tomé un baño. Cenamos chucherías y nos fuimos a dormir.